-No sabía que podías teletransportar objetos –musitó
asombrado Rubén.
-No puedo –respondió Canael-. Pero un demonio
arrepentido puede compensar siempre sus pecados menores. Devolví lo
que había robado. Nada más.
El viaje al museo de ciencias naturales pareció tardar
horas, a pesar de que llegaron allí mucho antes de lo que sería
recomendable en cuanto a seguridad vial se refiere. Se detuvieron
frente al jardín que rodeaba el museo y abandonaron el coche a la
carrera. Las gabardinas robadas que Fito y Poeta aún vestían
ondeaban al viento, dejando ver el óseo espectáculo interior.
-¡Deberíamos disimular un poco! –gritó Cosme desde
los brazos de Rubén.
-¡No hay tiempo! –rugió Canael, atravesando al vuelo
la entrada principal del museo, ignorando el desconcierto y el horror
tanto de los guardias de seguridad como de los, a esa hora, escasos
visitantes y turistas.
Isabel se detuvo para poder observar una cuidada
exposición de minerales. El esqueleto de un brontosaurio descansaba
encima de su cabeza. Dos ardillas disecadas la miraban como con
curiosidad desde el otro extremo de la sala.
Cada brillo de amatista, de ágata, de olivino, de
calcedonia, de pirita o de glaucofana no hacían más que recordarle
el brillo de la sonrisa, de los ojos, del cabello de Rubén…
Isabel suspiró. Creyó que era a causa de sus propias
lágrimas, pero dio la impresión de que los minerales se oscurecían
poco a poco… fue demasiado tarde para huir cuando se percató de
que algo horrible se materializaba delante de ella.
Una masa de oscuridad viva y hambrienta.
-Por fin –sintió Isabel que algo aullaba en su
cabeza-. Por fin.
Continuará
después de semejante susto no va a poder recordar a Rubén sin acordarse de pizza el Hutt...
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