miércoles, 8 de julio de 2015

Barra de Metal

Aún me viene el recuerdo
de aquellas tardes en el pueblo;
en la vieja, apartada casa de los abuelos,
rodeada de campos de trigo y un sendero
que conectaba con la carretera al centro.

Siempre pensé que eran temores de niña
cuando, por el rabillo del ojo, creía ver
escondida en el cereal una oscura figura
moviéndose amenazadora, lenta, furtiva...
alrededor de la casa, casi sin mover una espiga.

Yo lo achacaba a mi imaginación,
a una ilusión óptica, al viento
o al tenue movimiento
de un zorro, un lince o un tejón.

Pero, ¿por qué también mi mamá
quedaba largo rato mirando el cereal
y parecía a veces temblar?

Yo siempre encontraba una solución
y descartaba preocupar a mi abuelita
con esas historias sin explicación.

Sin embargo, todo cambió
el último día de unas vacaciones.
Una tarde que fijé mi atención
en una de las muchas fotos
que decoraban un mueble del salón.
En una fotografía antigua
donde aparecía un joven;
no sé si apuesto, de melancólica expresión.
Y aunque había muchos más retratados
que yo no conocía,
fue por éste que pregunté a mi abuelita.

Mi abuelita...
Su expresión, siempre afable,
vi por primera vez como cambió
a una sombra de tristeza y de dolor.
Tras un breve suspiro, me habló:

"Fue hace muchos años, mi hijita.
Yo sólo tenía unos pocos más que tú,
cuando tuve que elegir entre dos pretendientes.
Uno era el hijo del terrateniente;
apuesto, de ojos grises, voz tierna e inteligente.
Pero, profundizando tras su rostro siempre sonriente
sólo hallaba desprecio, temor, odio y rencor.

El otro era extraño, solitario, hijo de forasteros...
siempre descuidado, torpe hablando y caminando.
Pero tras su mirada gris y triste era fácil apreciar
que nadie en este mundo podría quererme más.

Sus ojos sinceros me cautivaron.
Yo tuve clara mi decisión.
Durante dos semanas justas
no hubo pareja más feliz que nosotros dos.

Y eso, el hijo del terrateniente no lo soportó.

El decimoquinto día,
cuando yo me dirigía
a encontrarme con mi amante,
una mano fuerte y ruda tapó mis labios;
otra, a la vez, inmovilizó mis brazos.
Me raptaron.

Amordazada y maniatada,
sin poder hacer nada,
me obligaron a ver, escondida en la distancia,
como el hijo del terrateniente
llegaba hasta mi enamorado,
le saludaba y le susurraba algo...

Lo que le dijo,
yo no lo supe hasta un tiempo después...
que yo, su primer amor verdadero,
había sido regalada a un rufíán
apodado Carnicero...
conocido en el pueblo por diversos altercados
y por haber atacado a dos muchachas
a las que, después, había violado.

Esos, mis queridos ojos tristes, se oscurecieron.
Mi adorado saltó sobre el hijo del terrateniente,
las manos que tantas caricias me regalaron
se crisparon de furia, horror y miedo.
Una se cerró sobre el cuello
del hijo del tirano.
La otra cayó una y otra vez
sobre el que había sido un hermoso rostro,
hasta que de él sólo quedó
sangre, heridas abiertas,
carne sanguinolenta.

Y yo lo vi todo.

El hijo del terrateniente perdió un ojo,
un tímpano, el labio inferior, toda su apostura.
Y tardó un año en no necesitar ayuda
hasta para cambiar de postura.

Mi amado no se detuvo en eso.
Llegó hasta la cabaña de Carnicero
sujetando en las manos una barra de hierro.
Y encontró que el bandido
no me había tocado un pelo.

El plan del hijo del terrateniente se había ejecutado,
quizás, con demasiada perfección...
Yo fui obligada a ver como esos bellos ojos tristes
ocultaban una bestia en su interior.
Todos pensaban que yo no podría soportarlo.
Carnicero rió, creyendo a su rival devastado.

Pero la derrota convirtió de nuevo a mi amado
en una furia de adrenalina, de rabia, de locura...
Y ante mis ojos desorbitados
la barra de hierro se alzó.

La muerte de Carnicero fue lenta y brutal.
Y cuando mi adorado se alzó ensangrentado,
me miró...
Nunca volví a ver tal expresión de culpa y pesar.

Mi amado de ojos tristes huyó.
Yo le grité desesperada que volviera,
que todo lo sucedido me daba igual,
que no me dejara sola,
que todo le podría perdonar...
Pero...

Pero él no se perdonó.

Nunca regresó.

Con el pasar de los años superé el dolor.
Conocí a tu abuelo, me volví a enamorar.
Pero esos ojos tristes, no los podré olvidar.
No sé si está vivo o muerto pero,
llámame tonta, a veces me parece verlo en el trigal.
¿Quién sabe?
Quizás sea él. Quizás sea su espectro.
Me gusta creer que aún me cuida,
como un salvaje ángel guardián."

Mi abuelita miró con cariño la fotografía.
Yo no sabía qué pensar.
Esa noche terminaban mis vacaciones
y nos despedimos de los abuelos.
Pero no sé porque, ya en el coche,
una extraña sensación al poco de arrancar
me hizo girar la cabeza y mirar hacia atrás.

Pude ver claramente cómo en el sendero,
en medio del trigal,
una figura humana y oscura
nos miraba marchar.

Un rayo de luna
hizo brillar en su mano
un destello enfermizo...
Un reflejo que, quizás,
proviniera de una barra de metal.

lunes, 16 de febrero de 2015

La Bruja y yo

La luna llena brilla enorme y dorada sobre el horizonte,
allá donde se pierden las luces de esta enorme ciudad.
Y yo disfruto la vista y pienso que, por cada luz,
debe haber toda una historia detrás...
Veo e imagino. Tampoco puedo hacer mucho más.
Porque, siendo sincero, no tengo idea de como bajar.

"¿Cómo has llegado acá?" -pregunta la Luna divertida.
Suspiro antes de contestar:
-Pues el tema es que aquí, en Chile, me gano la vida
vendiendo de puerta en puerta insumos de repostería.
Por eso, cuando vi una casa hecha toda en golosinas,
pensé: "esta es la mía".

Pero...
la mujer que atendía no trabajaba la repostería.
Como en el cuento, la vieja era adicta a la brujería
y creyó que era bueno el planteamiento:
Una casa de dulce como cebo
para atraer a niños lelos
y, acto seguido, comerlos.
La pobre no sabía que también atraía a los comerciantes
que vendemos papel de azúcar o colorantes vegetales.

Mas la bruja (de Salamanca) no me convirtió en su bocado.
Al contrario, al escuchar mi mercantil alegato
acerca de fotografías comestibles y tintas para aerógrafo,
fuentes de chocolate fundido y pendones publicitarios,
se convenció de que yo era el aprendiz de brujo
que ella había estado durante siglos buscando.

Así, la muy loca ejecutó un sortilegio
y detuvo por completo el tiempo.
Durante lo que me pareció un milenio
me enseñó hechizos, pociones y encantamientos.
O le puso empeño, al menos...

Porque a la hora de invocar un familiar, por ejemplo,
tuve que realizar varios intentos.
Primero llegó un gato de religión cristiana
que de brujería no quería saber nada;
luego un murciélago con miedo a la oscuridad;
un cuervo criado por gorriones de ciudad
e incluso una filosofal y pensativa llama.

Tampoco presté mucha atención
a las clases de "conjuros de amor".
¿Para qué? Si puedo abrazar cada día
a la muchacha más linda de la región
sin necesidad de recurrir a la hechicería.

Y también me despisté en la disertación
que la vieja daba sobre transformación...
Así pasó.
En vez de transformarme yo en cabrón,
transformé a mi mentora en una simple mosca
y el gato cristiano la cazó y se la comió.

Pero no todo fueron metidas de pata y fracasos.
En ese milenio que para mí transcurrió
con el auténtico tiempo paralizado,
dominé la magia realmente importante:
Aprendí a convocar papas fritas, cerveza y chocolate.
Y también aprendí a volar con una simple escoba
-aunque la sensación de flotar en el aire
no es diferente a cuando beso a mi polola-
pero el penoso accidente en el que murió mi mentora
acaeció antes de que me explicara como bajar la escoba.

Y por eso, señora Luna... aquí y ahora, así me encuentro.
En un cepillo volador, sin saber descender del cielo,
acompañado de una llama, un gato, un murciélago y un cuervo
(en lo que los otros brujos y arpías han bautizado
como la "escoba de Noé del español reculiado").

Pero no pasa nada, estoy disfrutando de la vista
mientras me inflo a cerveza, papas fritas y chocolate
e intento localizar desde el aire la casa de Martina.
Después de todo, pasé un milenio aprendiendo brujería
y resulta que es poco más que una chuchería
si lo comparo con la magia de abrazar a mi chica
y ver como aparece en su rostro una sonrisa.