jueves, 25 de junio de 2020

Intermedio: Ramiro


Planta decimoquinta de un viejo rascacielos en el día más corto del año.

Ramiro echa un largo vistazo a través de los gruesos cristales. La tarde es fría. El cielo está cubierto de densas nubes. El edificio de enfrente se siente más gris de lo normal.

Bebe un sorbo con resignación. Cafeína pura en un vaso de plástico.

La jefa dejó al mediodía un montón de pólizas sobre su mesa. Ramiro, a veces, se pregunta si de haberla conocido fuera de la oficina, le hubiera parecido una mujer simpática o alegre o atractiva. Nunca podría saberlo. Dentro de la oficina, nada parece atractivo o alegre. Ni su jefa, ni sus compañeros, ni la monotonía del trabajo, ni las mustias plantas en las olvidadas macetas. Mucho menos la vista de la fea ciudad que todas las mañanas le saluda.

Y, por supuesto, tampoco él.

El reflejo en la ventana le devuelve la imagen de un hombre bajo, gordinflón y anodino, cuyas entradas se hacen día a día más notorias. Parece llevar siempre la misma camisa a rayas y el mismo pantalón color ceniza. En realidad, cuelgan en su armario dieciocho camisas y dieciséis pantalones. Pero todos son iguales.

La oficina está silenciosa y vacía. Ramiro casi siempre se va el último. Si algún compañero le pregunta, la respuesta siempre es la misma:

-Saldré un poco más tarde. Tengo que tramitar un par de pólizas.

En realidad, Ramiro ha terminado el trabajo hace un par de horas. Pero disfruta al quedarse a solas en la oficina. El ritual es siempre el mismo. Organiza papeles, teclea en el ordenador, finge que trabaja, espera a que todos se hayan ido. La jefa siempre es la primera al marcharse. Después, poco a poco, uno por uno, los compañeros se levantan, cogen los abrigos, musitan un "hasta mañana" y desaparecen.

Los de la limpieza no llegan hasta un par de horas más tarde. Ese es el lapso de tiempo del que Ramiro disfruta. Termina el café, lanza el vaso de plástico a la papelera, respira hondo y una breve sonrisa se atisba en sus labios.

Ramiro camina por la oficina. Vaga entre las mesas, las fotocopiadoras y los archivos. Lentamente al principio. Después, cada vez más rápido. Llega un momento en el que prácticamente corre por toda la oficina. Y Ramiro se pregunta qué pasaría si sus compañeros le descubriesen. ¿Pensarían que está loco? O, simplemente, ¿se encogerían de hombros y le ignorarían?

Ramiro se detiene por fin. Intenta controlar la respiración. El placer y el sudor se han ido extendiendo por su cuerpo. Sus ojos brillan. Su vello está erizado. Su piel vibra por el dulce roce de la malla rosada que esconde la pana gris.

Ramiro, por fin, se permite sonreír. Una sonrisa breve, corta. De hecho, la única sonrisa del día. Pero una sonrisa.

Después de todo, Ramiro siempre había deseado ser bailarina.

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