lunes, 7 de abril de 2014

Dedicado a "Laura"

Preciosa Laura...
Si mis cálculos no me fallan,
vuelves a tu país esta madrugada.

En nuestra despedida prometí no buscarte,
prometí incluso por azar no encontrarte,
pero nunca juré no despedirme de ti...
Y si no puedo hacerlo en persona
pues sé lo problemático que sería,
al menos déjame escribirte una poesía
que es imposible que llegues a leer.

Para que todos lo sepan,
conocí a Laura una noche,
hace unas semanas,
a una hora indeterminada.
Yo volvía de estar en la fiesta
que organizaba en su casa
el amigo de un amigo...
Fiesta, sinceramente,
cuyo motivo ni recuerdo
ni ahora importa.

Yo había bebido una copa de más
(lo sé, menuda novedad)
y la Plaza de la Constitución estaba en silencio...
hasta que la escuché gritar.
Era una mujer más o menos de mi edad,
cabello azabache, piel canela como la canción
y unos bellos ojos negros y salvajes
que reconozco podrían haber sido los culpables
de llevar al demonio hasta su perdición.

El grito no era debido
ni a un robo, ni a un asalto, ni a un infarto al corazón...
la muy loca estaba increpando a una pareja de carabineros
(acusándoles de la muerte de Salvador Allende)
y salían de su boca mil insultos en un español de irreconocible acento
junto al inconfundible hedor etílico que abrazaba su aliento.

Yo nunca he sido inteligente.
Y antes de que la situación tomara un cariz violento,
grité el primer nombre que me llegó a los labios en ese momento...

¡Laura!

Influenciado, he de reconocerlo,
por haber releído en la fiesta unas horas antes
-para hacer la coña-
el surrealista mensaje de despecho y despedida
de una ex-novia enfurecida.

La muchacha recién rebautizada
quedó afortunadamente callada
(y bastante extrañada)
mientras yo azorado les explicaba
a la pareja de carabineros
que la chica era una amiga mía,
que había bebido demasiado
y que la había perdido sólo un momento de vista...
Les agradecí que la hubieran encontrado
y me disculpé mil veces con los pacos.

Dios estuvo de nuestro lado.
Tras soportar un breve sermón indignado,
avisándonos del lío que nos podríamos haber buscado
y creyendo que no éramos más
que un par de turistas españoles agilipollados,
los carabineros nos dejaron marchar.

Dos cuadras más lejos,
la muchacha vomitó lo que llevaba dentro.
Luego me miró con sus ojos fieros
y recalcó con voz temblorosa
que no estaba borracha,
que simplemente había sufrido
un arrebato emocional
y que con alguien (aunque fuera carabinero)
lo tenía que pagar.

Por supuesto, sonreí irónico,
era un motivo tan lógico...

Le pregunté su nombre.
Ella me devolvió la sonrisa sarcástica
y respondió:
"Laura".

Y así fue como se conocieron
en la madrugada santiaguina
la bella y temeraria felina
y el flaco poeta buscavidas.
Lo que quedaba de noche
lo pasamos sentados en un banco
hablando de nuestra vida y milagros
incluyendo hasta el más íntimo detalle.

Así supe que Laura
era chilena de nacimiento,
estadounidense de adopción,
apátrida de corazón,
rencorosa hacia el mundo por devoción.
Supe de la primera vez
que sufrió por amor,
supe de sus problemas con sus padres,
de su vuelta a Santiago
para arreglar cierto papeleo
que ni le interesaba ni le importaba,
supe que siempre se emocionaba
escuchando a Air Supply y Willie Nelson
o leyendo a Jodorowsky y Mariano Azuela,
y que temporalmente se hospedaba
relativamente cerca de Tobalaba.

Y los primeros tonos dorados del alba
nos encontraron caminando,
agarrados del brazo
y con pasos levemente tambaleantes
en busca de algún lugar abierto
donde desayunar alguna sopaipilla...
sabiéndonos al borde de caer en el río del amor
pero manteniéndonos a duras penas en la orilla.

Continuamos paseando toda la mañana,
hasta que los efectos de la noche anterior
hicieron acto de aparición
y adormecidos nos recostamos
reposando el uno en el otro apoyados,
a la sombra del cerro San Cristóbal.

Y a la tarde llegaron nuevas horas maravillosas a su lado,
aunque el sol se cansó de observarnos
y nos dejó bajo el rojo ocaso,
mirándonos embobados,
una nariz separada por tres milímetros de la otra nariz...

Pero no caímos en la tentación.

Y mi viejo amigo, el barrio Bellavista,
nos abría sus brazos,
engulléndonos en su interior.

Alquilamos una habitación para pasar la noche
en un motel bonito pero relativamente barato
(aunque quizás fuera realmente horroroso y caro,
pero yo no quiero así recordarlo).

Ella me acarició
y me miró fijamente.
Me dijo que siendo yo tan buena persona,
le daba miedo
todo lo que llegaba a ver en mis ojos.

Yo suspiré y rompí ese momento
cayendo a plomo en la cama.
Ella esbozó su sonrisa felina y,
de mala gana,
preguntó:
-¿De veras no va a pasar nada?

A mi pesar, asentí.
Ella se desnudó por completo frente a mí,
se tumbó a mi lado,
me abrazó y ambos nos quedamos así
durante demasiadas horas.

La mañana siguiente sería la mañana del adiós.

A pesar de que era un día caluroso y soleado,
lo recuerdo como envuelto en bruma.
Ambos nos dimos cuenta de que,
sólo por el hecho de nacer, la vida es injusta.
Nunca sabes si cuando estás con una persona
será la última vez que la veas...
pero es tremendamente cruel cuando sí lo sabes.

Por primera vez,
Laura y yo nos besamos.
Nos besamos con desesperación, con anhelo,
con furia, con deseo...
Ambos sabíamos que no volveríamos nunca a vernos.

No hubo una sola lágrima por su parte ni por la mía.
Era una condición que nos había impuesto la vida
por haber dejado que nos conociéramos.

Como ves, mi loca y perfecta Laura,
han pasado las semanas
y no he olvidado la fecha de tu partida.
Si me preguntan, diré que jamás ha ocurrido,
que todo es inventado,
que jamás exististe,
que esta poesía
no es más que una parida
por una desubicada alma escupida
debido a que se aburría...

Pero si tú, mi preciosa felina,
mi amor de tres días,
por una casualidad de la vida llegaras a leer esto,
ten por seguro que tu recuerdo quedó grabado
en el espíritu de este desgraciado.
Te deseo buen viaje en esta madrugada
de vuelta a ese país que,
al igual que este, no sientes como tuyo.

Y te pido perdón
y ojalá no te ofendas...
Ojalá comprendas
que teniendo allí un buen esposo
y un niño de cuatro años,
simplemente me sentí incapaz,
pequeña Laura querida,
de complicarte la vida.

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