Me resulta
tan difícil creerlo… todo se ha ido. Todo. Ya no existe. No hay
Fuerzas del Caos. No hay ocasos eternos. No hay una alteración
bizarra y surrealista en nuestra civilización, no hay monstruos
saliendo de desagües rotos, no hay gallinas gigantes corriendo por
páramos desolados, ni cuervos parlantes, ni ridículos mutantes por
doquier, ni…
No. Todo se
ha ido. Todo se ha marchado. El mundo ha vuelto a ser normal.
Sospecho que algún estúpido rebelde ha descubierto la manera de
despedir las Fuerzas del Caos de nuestro mundo. Todo vuelve a ser
como antes. Todo.
Miro el
amanecer a través del sombrío cristal de un tren. Me miro a mí,
con traje, corbata y bien afeitado, en dirección a la oficina. Miro
a mi alrededor. Una multitud de gente apretujada y con cara aburrida
y somnolienta, leyendo grises noticias en grises periódicos que
hablan de gente muriendo por la indiferencia de otros, sin querer
pensar en cómo la gris rutina les devora a ellos.
Esto no
debería ser así. O, mejor dicho, sí debe ser así. Pero durante un
tiempo, no lo fue. No debería serlo.
Las Fuerzas
del Caos entraron en nuestro mundo y lo convirtieron en algo
distinto. Pero no peor. Nunca peor. Yo era un guerrero. Ahora no sé
lo que soy.
Y lo más
inquietante, no sé porqué soy el único que puede recordarlo. Mis
amigos han vuelto a como eran antes. Creen que siempre han vivido
aquí. Ni siquiera los que mutaron. Y yo he intentado transformarme
de nuevo, miles de veces. Nada ha pasado. Nada ha ocurrido.
Me siento
solo.
Me siento
tan solo…
Grité una
maldición al despertar. Miré a mi alrededor. Un extenso páramo
desolado. Yo estaba dentro de un viejo saco de dormir, tumbado en un
lecho de hierba anaranjada, arropado por un rojizo cielo decorado de
nubes violáceas y bandadas de pteranodones. En el horizonte, sólo
son distinguibles las ruinas humeantes de una antigua ciudad. A mi
lado, un enorme pavo de dos metros y medio de altura dormita con cara
de mala leche. Un poco más lejos, los cadáveres medio devorados de
tres mapaches cornudos gigantes y el cuerpo descabezado de un
sectario propagandista son el mudo aviso de que mi pavo y yo no somos
tan gentiles como parecemos.
-Qué
pesadilla tan horrorosa –murmuré-. Por un momento, creí que todo
había dejado de ser normal…
Y,
suspirando, me acomodé en mi saco de dormir y cerré los ojos.
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