La que era tu luna nos contempla.
Siento tu rabia.
Veo cómo se desfigura tu rostro al gritarme.
Pero no puedo oírte.
Eso te enfurece aún más.
Sé que me odias por olvidar.
Me pregunto si realmente olvidé
o si sólo me convencí de haberlo hecho.
Me pregunto si es lo mismo.
Siento tu rabia.
Me golpeas con fuerza.
Mi labio se parte.
El sabor a sangre inunda mi boca.
Pero, por mucho que gritas,
aún no te escucho.
Me golpeas de nuevo.
Mi rodilla se clava en el suelo.
Tu grito llega como un susurro.
Me obliga a recordar.
Dios mío.
Había olvidado cuánto la amaba.
Juré que no lo olvidaría.
Juré que no olvidaría sus ojos llorando,
mirándome por última vez.
Pero olvidé, incluso, que había jurado no olvidarlo.
Me levantas y me golpeas.
Mi estómago se rinde.
Por fin te escucho.
Me odias por convertirnos en lo que ves.
Quisiera decir que lo hice lo mejor que pude.
Pero sería mentira.
Miras las cicatrices que te dejaré en herencia.
Recuerdos de una ceja abierta,
unos nudillos reventados,
un tabique nasal desviado,
un corazón que late por inercia.
Me golpeas.
Miro mis manos,
cubiertas por la sangre que mana de mi nariz.
Estoy cansado de que me pegues.
Aunque tengas razón.
Por mucho que lo odies,
no puedes evitar convertirte en lo que soy.
Prefiero recordarte con cariño.
Me voy.
Sé que volveré a encontrarte
en noches como ésta,
que hacía tantos años no pisaba.
Lloras de impotencia.
Te aprecio.
Aunque me odies,
te aprecio.
Pero soy incapaz de llorar por ti.
De llorar contigo.
Te dejo llorando.
Recojo mi sangre.
Vuelvo a centrarme en la noche.
Dios mío.
Había olvidado lo mucho que la amaba.
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