Planta decimoquinta de un viejo
rascacielos en el día más corto del año.
Ramiro echa un largo vistazo a través
de los gruesos cristales. La tarde es fría. El cielo está cubierto
de densas nubes. El edificio de enfrente se siente más gris de lo
normal.
Bebe un sorbo con resignación.
Cafeína pura en un vaso de plástico.
La jefa dejó al mediodía un montón
de pólizas sobre su mesa. Ramiro, a veces, se pregunta si de haberla
conocido fuera de la oficina, le hubiera parecido una mujer simpática
o alegre o atractiva. Nunca podría saberlo. Dentro de la oficina,
nada parece atractivo o alegre. Ni su jefa, ni sus compañeros, ni la
monotonía del trabajo, ni las mustias plantas en las olvidadas
macetas. Mucho menos la vista de la fea ciudad que todas las mañanas
le saluda.
Y, por supuesto, tampoco él.
El reflejo en la ventana le devuelve
la imagen de un hombre bajo, gordinflón y anodino, cuyas entradas se
hacen día a día más notorias. Parece llevar siempre la misma
camisa a rayas y el mismo pantalón color ceniza. En realidad,
cuelgan en su armario dieciocho camisas y dieciséis pantalones. Pero
todos son iguales.
La oficina está silenciosa y vacía.
Ramiro casi siempre se va el último. Si algún compañero le
pregunta, la respuesta siempre es la misma:
-Saldré un poco más tarde. Tengo que
tramitar un par de pólizas.
En realidad, Ramiro ha terminado el
trabajo hace un par de horas. Pero disfruta al quedarse a solas en la
oficina. El ritual es siempre el mismo. Organiza papeles, teclea en
el ordenador, finge que trabaja, espera a que todos se hayan ido. La
jefa siempre es la primera al marcharse. Después, poco a poco, uno
por uno, los compañeros se levantan, cogen los abrigos, musitan un
"hasta mañana" y desaparecen.
Los de la limpieza no llegan hasta un
par de horas más tarde. Ese es el lapso de tiempo del que Ramiro
disfruta. Termina el café, lanza el vaso de plástico a la papelera,
respira hondo y una breve sonrisa se atisba en sus labios.
Ramiro camina por la oficina. Vaga
entre las mesas, las fotocopiadoras y los archivos. Lentamente al
principio. Después, cada vez más rápido. Llega un momento en el
que prácticamente corre por toda la oficina. Y Ramiro se pregunta
qué pasaría si sus compañeros le descubriesen. ¿Pensarían que
está loco? O, simplemente, ¿se encogerían de hombros y le
ignorarían?
Ramiro se detiene por fin. Intenta
controlar la respiración. El placer y el sudor se han ido
extendiendo por su cuerpo. Sus ojos brillan. Su vello está erizado.
Su piel vibra por el dulce roce de la malla rosada que esconde la
pana gris.
Ramiro, por fin, se permite sonreír.
Una sonrisa breve, corta. De hecho, la única sonrisa del día. Pero
una sonrisa.
Después de todo, Ramiro siempre había
deseado ser bailarina.