Desperté en la hora del demonio.
Respectivamente erguido y encorvado,
me contemplaban un ángel y un diablo
en silencio, desde los pies de mi cama.
Y algo, que no era ni lo uno ni lo otro,
acariciaba mi frente en la penumbra.
El diablo señaló mis labios, sonriendo.
Alzó su garra e hizo una muesca
con su uña en mi pecho. Otra más.
Sabe que en el día rondé la felicidad
y me recuerda susurrando el ritual
para que yo sea siempre su amado.
Le sostengo la mirada al diablo,
aparto su garra y niego con la cabeza.
Precisamente por eso, porque la amo,
prefiero que sea feliz y yo estar sin ella
antes que obligarla a estar a mi lado.
El diablo escupe y sisea.
Yo le digo que la conversación ha terminado.
El ángel, mientras tanto, me contempla
y su mirada llega hasta mi corazón.
Sé que el ángel no me aprueba.
No puedo esconder de él mi dolor,
mis pecados, cada uno de mis errores,
mis delitos, mis malas decisiones.
Sé que, si le pregunto, me responderá
si Dios bendice o rechaza mi elección
o, si al menos, se mantendrá neutral.
Pero no quiero saberlo.
No, porque estoy decidido a luchar igual.
Ángel y diablo se desvanecen.
Yo me giro hacia la figura en penumbra
que en la cabecera de mi cama aguarda.
Una estrella con forma de niña
que, en un gesto cariñoso, me abraza.
Yo, entonces, me permito temblar.
La estrella sonríe por un momento.
Sabe todos el caos que he creado.
Sabe que mostrar mi sentimiento
me deja abierto a hacerme daño.
Y sabe que ese mismo dolor
yo también lo he causado.
La estrella no puede ayudarme.
Sólo consolarme y yo,
ahora mismo, no necesito consuelo.
Mientras la estrella
vuelve a subir al cielo,
yo me reafirmo en lo que siento.
Lucharé por ella,
lucharé por la persona que quiero,
porque hace mucho que no sé rendirme.
Y no importa lo que ángeles o diablos piensen.
Es mi modo de vivir la vida
y, para bien o para mal, así será siempre.
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