A quince pisos de altura sobre la Alameda
prevalece un horrible color verde pistacho.
El caballo amenaza jaque mate en dos
y la música suena desde la habitación.
No hay ganas de asomarnos a la terraza
de este piso de solteros con acento español;
la cordillera perdió la batalla ante el smog
y aunque yo ya debería cenar algo,
el sofá usó conmigo su poder de succión.
Se vuelve a llenar la jarra de té
(hostias, llega la arrendadora...
¿Quién no ha pagado? ¡Escóndete!
¿Alguna visita se quedó hoy a dormir
y hay que esconderla también?
Calma todos, dejó una frazada gris
y la casera se volvió a ir)
y...
Coño, ¿eso no es una araña de rincón?
No, no puede ser una araña de rincón
si la jodía se pasea por el medio del salón...
¡Obvio, po!
El periodista que podría ser
el mejor amigo de cualquiera pregunta:
¿Y si hacemos un debate?
Antes de que siquiera se proponga un tema,
el psicólogo experto en sexología ya lo rebate
mientras el carretero con un poso de tristeza
los mira divertido y abre una cerveza.
Y la conversación gira, evoluciona y degenera
hasta que, rendidos, tan sólo brindamos
por la mutua amiga que volvió a su tierra.
Y afuera de estas paredes (que han visto
sesiones de hipnosis, involuntarios encierros,
carretes épicos y unos cuantos secretos)
ya puede amenazar el temblor, rugir el viento,
llegar la lluvia torrencial o el sol del desierto...
que dentro de ellas, al menos por esta noche,
sólo queremos que exista el problema
de decidir qué nos hacemos de cena.
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