La canción que suena en mi pieza llega débil hasta la cocina,
donde echo agua a ojo, un chorro de aceite y un pellizco de sal.
Antes de prender el fuego me quedo mirando la llama en la cerilla
y en mis labios una ligera mueca se convierte en una sonrisa
cuando acerco la pequeña flama hasta el pasado de mi vida
y acaban en el fuego los remordimientos sin razón de ser.
La olla me dice que quiere representar mi aventura
y yo me río pues su ocurrencia no me parece mal.
Así que en sus entrañas aumenta la temperatura
al conocer la que desde ayer es mi nueva filosofía
de que si el caldo se derrama sea por una alegría.
Pero quizá aún falte algo de picante que le dé sabor.
Dejo al cuchillo del deseo picando los dientes de ajo
y desnudo me zambullo en el pequeño mar de metal
cuyo destino es crecer hasta ser un océano real.
Allí me quedo flotando en la cálida inmensidad
haciendo inventario de cada personalidad
que a lo largo del tiempo me han adjudicado:
bohemio, ronin, anacrónico o desubicado...
Cada apelativo veraz, pero todos ellos equivocados
al ser mi alma mayor que la suma de las partes;
sabiendo ahora que en realidad he sido afortunado
con la canción que la gramola me ha obsequiado,
acepto mi responsabilidad por cada acierto y cada fallo...
pero cada momento saboreándolo.
Ahora sé desplegar mis alas,
derribar paredes con ellas
y comenzar a navegar
mientras llueven a mi alrededor
los granos de arroz.
Pueden ser cientos,
pero he descubierto
que sí era cierto
que cada uno de ellos
tiene grabado un mensaje
y que en la receta de mi vida
sólo tienen cabida
los que yo quiera degustar.
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